Pasaban las horas y con ellas las múltiples obligaciones que se presentan en la Oficina Central de un Banco en la ciudad. Frente a un gran espejo se ve la imagen de un hombre de 1,80 metros de estatura quien frota suavemente sobre sus negros, lisos y cortos cabellos, una exquisita loción de verde color. Al acomodar frágilmente la corbata sobre su camisa marrón, recuerda que debe empacar las prendas coloridas que disfrazan fugazmente a su otro yo.
Al salir de su habitación, nota que le faltan esos pequeños anteojos que le dan mayor visión a sus ojos café que deslumbran hasta el mismo sol. Y el contraste que se presenta por la combinación de sus lentes, su nariz respingada y ese rostro angelical, era perfecta para cualquier doncella que postrara por un instante su ingenua mirada sobre tan apuesto galán.
Con cada minuto que giraba sobre su nuevo reloj, recordaba los consejos que alguna vez su Santa Madrina le dio. Con sólo 30 años de edad, este joven tímido con las mujeres por herencia familiar, abrió la puerta de su nuevo sitio laboral. Con un 40 en talla de zapatos, caminaba firme, sonriente, elegante y muy caballeroso como algún día su padre se lo enseñó. Y cómo no lo iba a hacer, siendo ese su primer día como Gerente del Banco más exitoso de la región.
Se oían bajos susurros que decían a su paso intrigantemente:
- “Ese debe ser el nuevo Gerente del Banco”
- “Pero es muy joven para serlo”
- “No importa, se nota que es un buen hombre”
Estas nobles vocecillas le generaban nerviosismo a él, aquel reluciente profesional que por excelencia educativa, había merecido ocupar tan importante lugar.
Nadie conocía a este misterioso gallardo que parecía haberse escapado de una de esas novelas románticas del ayer; aquel que generaba curiosidad y deseos por conocer. Pero como todo ser carnal, poseía un don especial, ese que hace sonreír al triste, el alegre, el pobre, el rico, el joven y el viejo en la sociedad.
Recordando los acontecimientos de ese día tan especial, llegaba la hora de darle inicio a la actividad que más le apasionaba: ir al hospital y poder dibujar tiernas sonrisas en los niños; esos que por una u otra circunstancia se sostienen valientes ante el rigor de la muerte.
Durante muchos años, había ejercido ese rol de bufón. Aquel que había despertado dulces sentimientos en el corazón de Isabel: La enfermera más querida dentro de este plantel.
Quizás se amaban y lo sabían porque de vez en cuando miradas se cruzaban, pero por la timidez incontrolable de él, no habían logrado demostrarse lo que hace algún tiempo sentían.
Al salir de su Oficina decidió buscar la cajita de maquillaje que sobre su rostro ponía: una base blanca como la leche resaltada por el fuerte rojo vino tinto que demarcaba su gesto de alegría. Luego de abrir el baúl de su carro, encontró junto con ella una peluca pomposa, unos pantalones bombachos, unas media veladas blancas y unos zapatos grandes que poseían una punta larga y extravagante.
Los tomó con mucha emoción y dirigiéndose hacia el baño de aquel parqueadero, empezó a generar en él una cómica pero desconocida transformación: pasar de ser el apuesto hombre de negocios a un gracioso y llamativo payaso de función.
Estando en el hospital, recordó que allí trabajaba la mujer que formaba parte de su corazón. Esa, que muy probablemente estaría esperándolo sin que él lo supiera.
Caminó sólo algunos pasos y se encontró con que había llegado un nuevo integrante a esa familia que él tanto adoraba. Lo que más lo sorprendió fue saber que ese inocente infante cargaba sobre sus hombros el peso de una enfermedad terminal.
Después de saludar a sus angelitos –como él llamaba a los niños- notó que en uno de ellos predominaba la tristeza y el dolor, lo cuál lo incentivó a luchar junto con él por la vida de ese pequeño ser que muy probablemente no viviría para conocer lo bello del atardecer.
Pasaron los días y la salud del pequeño no mejoraba pese a todos los esfuerzos que utilizó para aumentar su ánimo.
En uno de esos tantos días de asistir al hospital, se encontró con que el niño deseaba hablar con él. Rápidamente se dirigió hasta la habitación en donde el indefenso estaba. Una grata sonrisa se mostró sobre el rostro de el “Ángel Miguel” como muy tiernamente era llamado y con un “siga por favor” fue recibido por el menor. El niño solicitó muy amablemente la asistencia en ese momento de Isabel, la enfermera que según él, más quería en el mundo. Estando reunidos los tres, el niño dijo solemnemente lo siguiente:
- Sé que Dios no me dio salud, pero a cambio de ello me dotó con un maravilloso don, por medio del cual, puedo reconocer el amor entre dos personas, y por ello, estoy seguro de que ustedes se aman. No permitan que las flores primaverales que viven en ustedes, se marchiten por culpa de la pena o el desamor.
Como por arte de magia, Isabel fijó sus ojos sobre aquellos que cubiertos de lágrimas, brillaban con gran esplendor. Y mientras sus labios rozaban suavemente, el “Ángel Miguel” se imaginaba junto con su amada en un lugar hermoso lleno de hijos y de buenos deseos para su vejes. Y sin notarlo, el alma de aquel niño se despendría de su cuerpo, y volaba como paloma en libertad.
“Todos los seres humanos tenemos una misión en el mundo, y la de ese niño era la de rescatar un amor que podría perderse por culpa de los temores”.
Al salir de su habitación, nota que le faltan esos pequeños anteojos que le dan mayor visión a sus ojos café que deslumbran hasta el mismo sol. Y el contraste que se presenta por la combinación de sus lentes, su nariz respingada y ese rostro angelical, era perfecta para cualquier doncella que postrara por un instante su ingenua mirada sobre tan apuesto galán.
Con cada minuto que giraba sobre su nuevo reloj, recordaba los consejos que alguna vez su Santa Madrina le dio. Con sólo 30 años de edad, este joven tímido con las mujeres por herencia familiar, abrió la puerta de su nuevo sitio laboral. Con un 40 en talla de zapatos, caminaba firme, sonriente, elegante y muy caballeroso como algún día su padre se lo enseñó. Y cómo no lo iba a hacer, siendo ese su primer día como Gerente del Banco más exitoso de la región.
Se oían bajos susurros que decían a su paso intrigantemente:
- “Ese debe ser el nuevo Gerente del Banco”
- “Pero es muy joven para serlo”
- “No importa, se nota que es un buen hombre”
Estas nobles vocecillas le generaban nerviosismo a él, aquel reluciente profesional que por excelencia educativa, había merecido ocupar tan importante lugar.
Nadie conocía a este misterioso gallardo que parecía haberse escapado de una de esas novelas románticas del ayer; aquel que generaba curiosidad y deseos por conocer. Pero como todo ser carnal, poseía un don especial, ese que hace sonreír al triste, el alegre, el pobre, el rico, el joven y el viejo en la sociedad.
Recordando los acontecimientos de ese día tan especial, llegaba la hora de darle inicio a la actividad que más le apasionaba: ir al hospital y poder dibujar tiernas sonrisas en los niños; esos que por una u otra circunstancia se sostienen valientes ante el rigor de la muerte.
Durante muchos años, había ejercido ese rol de bufón. Aquel que había despertado dulces sentimientos en el corazón de Isabel: La enfermera más querida dentro de este plantel.
Quizás se amaban y lo sabían porque de vez en cuando miradas se cruzaban, pero por la timidez incontrolable de él, no habían logrado demostrarse lo que hace algún tiempo sentían.
Al salir de su Oficina decidió buscar la cajita de maquillaje que sobre su rostro ponía: una base blanca como la leche resaltada por el fuerte rojo vino tinto que demarcaba su gesto de alegría. Luego de abrir el baúl de su carro, encontró junto con ella una peluca pomposa, unos pantalones bombachos, unas media veladas blancas y unos zapatos grandes que poseían una punta larga y extravagante.
Los tomó con mucha emoción y dirigiéndose hacia el baño de aquel parqueadero, empezó a generar en él una cómica pero desconocida transformación: pasar de ser el apuesto hombre de negocios a un gracioso y llamativo payaso de función.
Estando en el hospital, recordó que allí trabajaba la mujer que formaba parte de su corazón. Esa, que muy probablemente estaría esperándolo sin que él lo supiera.
Caminó sólo algunos pasos y se encontró con que había llegado un nuevo integrante a esa familia que él tanto adoraba. Lo que más lo sorprendió fue saber que ese inocente infante cargaba sobre sus hombros el peso de una enfermedad terminal.
Después de saludar a sus angelitos –como él llamaba a los niños- notó que en uno de ellos predominaba la tristeza y el dolor, lo cuál lo incentivó a luchar junto con él por la vida de ese pequeño ser que muy probablemente no viviría para conocer lo bello del atardecer.
Pasaron los días y la salud del pequeño no mejoraba pese a todos los esfuerzos que utilizó para aumentar su ánimo.
En uno de esos tantos días de asistir al hospital, se encontró con que el niño deseaba hablar con él. Rápidamente se dirigió hasta la habitación en donde el indefenso estaba. Una grata sonrisa se mostró sobre el rostro de el “Ángel Miguel” como muy tiernamente era llamado y con un “siga por favor” fue recibido por el menor. El niño solicitó muy amablemente la asistencia en ese momento de Isabel, la enfermera que según él, más quería en el mundo. Estando reunidos los tres, el niño dijo solemnemente lo siguiente:
- Sé que Dios no me dio salud, pero a cambio de ello me dotó con un maravilloso don, por medio del cual, puedo reconocer el amor entre dos personas, y por ello, estoy seguro de que ustedes se aman. No permitan que las flores primaverales que viven en ustedes, se marchiten por culpa de la pena o el desamor.
Como por arte de magia, Isabel fijó sus ojos sobre aquellos que cubiertos de lágrimas, brillaban con gran esplendor. Y mientras sus labios rozaban suavemente, el “Ángel Miguel” se imaginaba junto con su amada en un lugar hermoso lleno de hijos y de buenos deseos para su vejes. Y sin notarlo, el alma de aquel niño se despendría de su cuerpo, y volaba como paloma en libertad.
“Todos los seres humanos tenemos una misión en el mundo, y la de ese niño era la de rescatar un amor que podría perderse por culpa de los temores”.
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